martes, 23 de julio de 2013

Búscame entre las hojas secas.

Todavía subía hasta el último piso del edificio, para ver desde arriba la forma de la escalera, lo hacía desde que era pequeña. Le gustaba ver cómo caracoleaba la baranda de madera desde el sexto hasta el zaguán, siempre húmedo y en sombra... Además en la última altura tenía acceso a la azotea, y era allí donde realmente disfrutaba María. Aquella mañana vio entrar a Tomás, el hijo de Arcadio, y el corazón se le aceleró por un momento; el muchacho regresaba a casa después de un año. Sin pensarlo mucho fue a su encuentro y bajó las escaleras lo más rápido que pudo, tanto que resbaló en uno de los escalones, y rodó desde el quinto hasta el cuarto piso. La caída fue acompañada de quejidos silenciosos, que aun así no pudieron pasar desapercibidos para Tomás, quien encontró un zapato en medio del rellano del cuarto, donde vivía Fulgencia. 
- ¿Hay alguien ahí?, - preguntó. María estaba retorcida de dolor pero aguantando el tipo, con la falda arremangada hasta los muslos y todo el pelo sobre la cara; así la encontró Tomás. - ¿Estás bien?, deja que te ayude. 
- Nada, nada, si estoy bien, - le respondió muy nerviosa, al tiempo que tapaba sus piernas y se apartaba el pelo de la cara. - No ha sido nada. - Le cogió el zapato de la mano y siguió bajando las escaleras, cojeando visiblemente. Tomás no le insistió más, pero se quedó preocupado, pues le pareció que había llorado.
En uno de los escalones vio el libro; la antología de Rubén Darío, y entonces supo por qué había llorado María. Tomás cerró los ojos y sonrió.


María vivía en el tercero A, frente a su casa. Su padre fue el maestro del pueblo cuando ellos compartieron clase, y su madre arreglaba el pelo a las vecinas del barrio. Muchas veces estuvo en casa de Tomás, peinando a su madre y cortándole el pelo a él, cuando era un crío. La niña la acompañaba a hacer estos servicios; Tomás la recordaría siempre sentada en el suelo, leyendo o jugando en silencio con sus muñecas. Pocas veces habló con ella, por no incomodarla, no atreviéndose a desbaratar ese estado de ensimismamiento, del que tanto parecía disfrutar. La observaba en silencio, le gustaba ver que antes de empezar la lectura, abría el libro por cualquier página y lo olía cerrando los ojos; y cómo sus pequeñas manos pasaban las páginas, lentamente, como acariciándolas. También la recordaba en clase; ella siempre en la primera fila, a veces se volvía hacia atrás y encontraba la miraba de Tomás; María le sonreía. Ahora, el libro de Darío le recordaba cómo y cuándo empezó el juego, hace ya un año, antes de marcharse a Madrid para hacer la mili; evocó el primer día que le habló a través de un poema de Salinas...


Solía ir a casa de doña Fulgencia, quien siempre le animó en el ejercicio de la lectura. Ambos se sentaban alrededor de la mesa camilla, y charlaban como dos viejos amigos sobre las cosas que pasaban en el barrio. Después Tomás leía en voz alta algunas poesías.
- Lee más alto, que no te oigo bien.
- “... vientos del pueblo me arrastran, me esparcen el corazón y me aventan la garganta.” ¿me lo puedo llevar? - le preguntó, sonriendo.
- Claro que si, ya lo sabes. Pero este no, - le dijo señalando otro libro, que ya cogía Tomás. - Ese es para María, la hija del maestro.
El chico se sorprendió, pues no sabía que le prestara libros a ella. - Si quiere se lo llevo yo.- le dijo, añadiéndolo a los que se llevaba para él.
- Bien, me haces un favor.

Tomás quiso entregar el libro a María, pero se quedó parado en el tercer piso, dudando si tocar o no al timbre; siguió bajando las escaleras y se sentó un rato en el banco que había en la esquina de la calle. Entre sus manos tenía el libro de poesía que ella leería. Encontró un poema que le pareció muy bonito, y marcó la página metiendo una hoja seca, para que María lo encontrara. Así inició el juego. Regresó sobre sus pasos y pulsó el timbre del tercer piso

- Buenos días. Doña Fulgencia me ha dado ésto, o sea, este libro para ti. Adiós. - Y desapareció, a María no le dio tiempo de darle las gracias, y se quedó como atontada, apoyada en el quicio de la puerta.

Aquel día María subió a la azotea para leerlo, y al acercarse el libro a la nariz, escapó de entre sus páginas la punta de una hoja... Comenzó la lectura en la página veinticuatro: “Perdóname por ir así buscándote tan torpemente, dentro de ti. Perdóname el dolor alguna vez...”, le pareció precioso, pero no supo que hablaba de ella. Y tampoco se reconoció en los siguientes versos que Tomás eligió ese otoño.

Cada vez que él buscaba un indicio de complicidad y afecto, en un simple cruce de miradas, encontraba la de ella esquiva, a veces soñadora, otras curiosa, pero nada que correspondiera a todo lo que él le decía a través de aquellos poemas. Cuando terminó el invierno, tuvo que marchar a la capital para hacer el servicio militar y dio por finalizado el juego. El último poema que acompañó con una hoja, lo escribió él. Entre las palabras de otro poeta, dejó escritas las suyas para María.

Durante un año, la echó de menos, y por más que quiso olvidarla todas las palabras que escribía hablaban de ella, y todas las muchachas que conoció tenían algo en común con ella. Mientras, la muchacha siguió compartiendo tardes con doña Fulgencia, leyendo para la anciana, y añorando en silencio la presencia de Tomás...; asomarse a la ventana de su cuarto y adivinarlo tras las cortinas, cruzarse con él en la escalera, oírle tararear a media tarde, y de vez en cuando, recibir de sus manos los libros de Fulgencia. Todo eso, ahora que Tomás no estaba, era lo que más echaba de menos. El día que regresaba de permiso a casa, María se encontraba con su vecina, como siempre leyendo y charlando con ella.

- ¿Usted sabe algo de Tomás?, - le preguntó a la anciana.
- Sé que está bien, eso me dice su padre. Ya sabes que Arcadio es hombre de pocas palabras...
- Ya, pero... ¿sabe cuándo vuelve?
- Si no recuerdo mal, Arcadio me dijo que venía hoy de permiso, - dijo, sonriéndole.
- Bien, - contestó la muchacha, que se había sofocado ante la sonrisa cómplice de la anciana. - Bueno, y … ¿qué poeta me recomienda para esta semana?
- Este, espero que te guste.

María se despidió, llevando la antología de Darío entre sus manos, por un momento dudó entre volver a su casa o subir a la azotea... Con la espalda apoyada en la pared encalada, casi cegada por el sol, se quedó embelesada, observando el tímido baile de unas sábanas blancas, que le recordaron la pantalla del cine de verano...; con un movimiento casi mecánico, acercó el libro a su nariz para percibir el aroma del papel. Empezó a leer, a media voz, deleitándose con la cadencia de los versos, pero la lectura se veía interrumpida una y otra vez por la idea del regreso de Tomás. No podía pensar en otra cosa en ese momento, y empezó a pasar las páginas rápidamente, leyendo sólo los títulos de los poemas. Llegando a la mitad del libro, descubrió una hoja seca, muy pequeña, en una página que había escrito algo a lápiz. Lo firmaba Tomás.

Entre tu ventana y la mía, 
apenas dos metros de cuerdas verdes con ropa tendida.
Desde mi pupitre al tuyo,
tres filas de cabezas pensantes
y un bosque de manos alzadas
que pujan por decir la respuesta.
Entre tu piel y la mía, un abismo.
Desde mi corazón al tuyo,
versos que te mostraron las hojas secas.
Tú, que nunca me viste pese a tenerme tan cerca.
Tú, mi punto de partida hacia el deseo.
A ti, a quien pretendí convertir en siempre y fuiste nunca.

Tauro versus Acuario

Se conocieron en Sevilla el mes pasado, tomando unas cañas a pleno sol. A Carmen el muchacho le gustó en un primer momento, pero cuando él empezó a hablarle del mundo taurino..., simplemente le pareció un bruto. Manolo tuvo que utilizar todas sus armas, para que ella siguiera hablando con él; un paseo por las estrechas calles de la judería, sirvió para acercarles un poco más. Y no se sabe muy bien por qué, ni cómo, pero aquel chico repeinado, la atrajo de una manera casi hipnótica. Él por su parte, pensó que había conocido a la mujer de su vida. Esa misma noche una gitana leyó sus manos y ambos rieron al escuchar el vaticinio, por lo ridículo e inverosímil que les pareció en aquel momento de atracción pasional. Ninguno de los dos creyó que el pronóstico pudiera cumplirse, y rieron con ganas mientras la gitana les decía... que según las líneas de la mano de él, puestas en paralelo con las de ella, y siendo él un Tauro y ella una Acuario, en ningún momento aquellos senderos iban a cruzarse.

Sólo habían pasado dos semanas y la predicción de la gitana cada vez se hacía más certera; porque cuando no hablaban de toros, la relación de amistad discurría mansamente, pero era mencionar un cuerno, unas banderillas, o simplemente pedir en un bar unos tercios de Cruzcampo..., y se armaban unos pleitos interminables entre los dos. Cualquier alusión al mundo taurino los ponía en guardia..., sobre todo a Carmen.

- ¡Jefe! póngame dos cañas y..., una tapita de rabo de toro, por favor -  Manolo pidió el aperitivo inocentemente, y sin pretenderlo activó la mente de Carmen.
- ¡Qué idea tan absurda, Manolo!, - le dijo ella, rompiendo el silencio.
- ¿Cuál?, - respondió sorprendido.
- Esa que os creéis los toreros... pensando que contribuis a la cultura del país, y lo único que hacéis es matar toros con ensañamiento.
- ¡Por dios, Carmen!, que no es sólo eso. ¡Lo que hacemos es arte...!
- “Que no es sólo eso”, has dicho. O sea que además de matar al toro con saña, qué dices que hacéis... ¿arte?.  El que hace arte crea, no destruye. - Carmen se quedó pensativa, y añadió. - Y si destruye, lo hace para crear de nuevo.
- Quería decir..., que el fin del torero no es darle muerte al toro, sin más... es lidiar con el animal, de igual a igual, lucir los pases, burlar al toro, medirse con él frente a frente, - Manolo hablaba y daba pases como si tuviera a un toro delante...- y al final, el animal tiene una muerte digna y valiente.
- ¡Es una crueldad, Manolo!... , y deja de mover los brazos, que me vas a dar.
- A veces se les indulta, cuando demuestran una bravura y nobleza excelentes.
- ¿Y qué hacen con él?, ¿lo llevan a que le quite las banderillas el veterinario?
- ¡No seas tonta!. Se le devuelve al campo para que viva en libertad, y ya está.
- Ya, vamos que se le permite morir contemplando la naturaleza. - Carmen hizo un silencio mirando al suelo. - No te entiendo Manolo...
- Pues anda que yo a ti..., ¿qué es eso de destruir para hacer arte?, no sé de qué me estás hablando, chiquilla... - Manolo miraba a Carmen como si fuera de otro mundo.
- Te hablo de la crueldad gratuita, que ofrecéis como espectáculo cultural en las plazas, ni más ni menos ¿o me vas a decir que el animal no sufre, cuando le clavas las banderillas, o cuando lo pican?.
- Mujer, algo de daño le hacen, pero ... es por su bien.
- ¿Cómo? - Carmen le miraba horrorizada.
- Si, le reaniman..., el toro se excita y así puede lucir toda su bravura en la plaza.
- Claro que si Manolo, pensando en el bienestar del toro en todo momento. ¡Lo que tú haces es maltratar al animal!
- ¡Ay, Carmen! qué pesadita estás hoy. Si va a tener razón mi madre..., y la gitana aquella - dijo murmurando.
- ¿Qué has dicho?. - Carmen le miraba seria.
- Nada. Tómate la cervezita, a ver si así te abandona el mal genio.

Manolo tomaría la alternativa en unas semanas y ella trataba de convencerle para que olvidase todo ese mundo, que a sus ojos era recalcitrante y obsoleto. Sin embargo, para él lo era todo, en pocos días haría realidad su sueño. Veía los carteles anunciando la corrida y se enorgullecía al leer su nombre: “Manolo, el pizca”, así era conocido en los ruedos. Nunca le faltó valentía para ponerse delante de las vaquillas en las fiestas de los pueblos. El día que cogió un capote y dio unos cuantos pases a un novillo, le sorprendió lo que sintió; una subida de adrenalina que mezclada con la sensación de miedo, le hizo sentirse grande y poderoso, permitiéndole vivir la experiencia más orgásmica de toda su vida hasta ese momento..., y así empezó a cogerle gusto a eso del toreo. Con quince años pidió a sus padres que le pagaran las clases en la escuela de tauromaquia de Sevilla y allí inició su formación.

Tras cinco años de aprendizaje y unos cuantos revolcones por plazas de tercera, llegó el gran día tan esperado por todos. El tres de Mayo le daba la alternativa Julián Gallardo, matador que era amigo de la familia y apreciaba a Manolo como a un hijo.
A las tres y media de la tarde llegaba a Jerez, acompañado por su madre y el mozo de espadas. Entró en la recepción del hotel llevando colgada del brazo a doña Elvira, y a un metro de ellos, les seguía los pasos Ismael, cargando todo el equipaje.
Estando ya en la habitación, Manolo dejó de disimular sus nervios, y su madre no dejaba de reprenderle para que dejara de comerse las uñas.

- Manolín, hijo... que te van a sangrar los dedos. ¡Déjalo ya!
- No quiero parecer nervioso, pero es que no puedo evitarlo, - le decía, con los dedos entre los dientes.
- Es normal que estés así, ven conmigo a rezarle un rato a la virgen y verás como te relajas.
- Si es que,... además de lo de la alternativa, está lo de Carmen...
- ¿Carmen?,- a su madre le cambió el gesto.
- Estará en la plaza..., la he convencido para que venga a verme. ¡Mamá, no pongas esa cara de agria!. Creo que me he enamorado... - le dijo él con una sonrisa bobalicona.
- ¡Lo que me faltaba por oír! Te lo he dicho muchas veces, esa chica no es buena para ti, ya te darás cuenta... Vamos a rezar.

Entre oración y oración Doña Elvira se acordó de Carmen, y se dijo así misma que no la soportaba. Ella que era una mujer chapada a la antigua, a la que le molestaba que las mujeres quisieran ser independientes. Encolerizaba cuando alguna mostraba abiertamente una postura opuesta a la del hombre. Por estas y otras razones desaprobaba la actitud de Carmen. A doña Elvira, que prácticamente enmudecía en presencia de su marido, le hervía la sangre viendo cómo Carmencita increpaba a su hijo, hasta sacarlo de sus casillas.

Manolo se sintió más sosegado, tras su paso por la capilla portátil, que había montado su madre en la habitación. Se había encomendado a la virgen del Carmen, por su puesto, de quién lucía un escapulario colgado del cuello. Mirando por la ventana del hotel hacia ningún lugar concreto, jugueteaba con el icono entre sus dedos, moviendo levemente los labios; “ampáreme señora, présteme valor y fortalezca mi flaqueza, vele por mi vida... y si muero, acójame como a un hijo en sus brazos...”.

- ¿Está listo, maestro?,- Ismael interrumpió sus oraciones. - Ya tengo todo preparado en la silla.
- Dame cinco minutos y empezamos...

Ismael era su mozo de espadas, siempre le ayudaba a vestirse, también sería (si se terciaba) quién le subiera a hombros para dar la vuelta al ruedo, y el que le sacara por la puerta grande. Era una persona servicial y de confianza para la familia de Manolo, quien no tenía ningún respeto por este hombre de mirada perruna. Ismael no pudo ser torero, pero la labor que desempeñaba le hacía muy feliz, aunque “el pizca” le diera alguna que otra colleja de vez en cuando, y le obsequiara con insultos, cada vez que se sentía frustrado.

- Maestro, no tense la pierna, que le tiembla mucho... y así no puedo ajustarle los machos.
- ¡A mí no me tiembla na, tarugo!, eres tú, que no aciertas. ¡Ese corbatín no me lo voy a poner hoy, cámbiamelo!.

Después de hora y media, ya estaba vestido, y con el capote en la mano; listo para reunirse con el resto de la cuadrilla. De camino a la plaza sintió que el corazón le iba a salir del pecho, y estando ya en la puerta de cuadrillas, le faltó el aliento al escuchar la trompeta y los clarinetes, danzando al son del pasodoble. Los toreros y banderilleros iniciaron el paso, andando rectos y con semblantes serios, mirando al frente como en una marcha militar. Se detuvieron en el centro del ruedo para saludar al público... A Carmen le costó identificarlo entre toda la cuadrilla.

- ¡Mira Carmen, ahí está Manolo!.
- Chica no lo veo..., así de lejos, todos me parecen iguales.
- El segundo por la izquierda; va de rojo cereza y negro.
- ¡Ay si!, qué culete más prieto le hace el traje de luces,- dijo Carmen en voz baja y sonriendo.
- A ver cuando se dé la vuelta niña, que igual te decepciona... - le contestó Bea, con una sonrisa maliciosa.
- Calla, calla, que te puede oír su madre...

Manolo giraba sobre sus pies en el centro de la plaza, con el brazo derecho en alto sostenía la montera y saludaba al público. No tardó en verla sentada en el segundo tendido, detrás de donde estaban sus padres; “ahí está Carmen. Vaya, con su amiga Bea, qué mal me cae esa niña, por dios...¡Cómo estás hoy, Carmencita!, qué escotazo se ha puesto, y ese clavel reventón en el pelo... A ésta si que le entraba yo a matar, sin que me temblasen las piernas”.

- ¡Quillo!, que te quedas embobao con la morenaza esa..., y ahora mismo te sale el animal.- Su padrino quiso que reaccionara.

Manolín ni si quiera le respondió, caminó hacia Carmen como si fuera abducido por ella, y cuando la tuvo cerca, le lanzó la montera y le dijo muy chulesco: “Va por ti Carmen, guapísima”. Ella intentó cogerla al vuelo, pero cayó dos filas más abajo y tras pasar por varias manos -circunstancia que incomodó bastante a Manolo- por fin llegó a las suyas y la abrazó a su pecho, provocando un profundo suspiro al torero.

El primer astado era para él; un toro mulato y apretao de 410 kilos, que salió por la puerta de toriles, como lo que era. Manolo respiró hondo y fue a por él, dando unos pases con el capote para medir su bravura y la embestida. Mientras tanto Carmen permanecía abrazada a su montera, temerosa, al ver cómo aquel animal tan grande, rozaba el cuerpo de Manolo en cada pase. En el segundo tercio, “el pizca” se lució con las banderillas. Estuvo ágil como un conejo, clavando y saltando hacia un lado para evitar la cornada. Por su parte, Carmen tuvo que desviar la mirada en más de una ocasión, para no ver las heridas que le estaba causando al toro. Y por fin, llegó la suerte suprema, Manolo cambió el capote por la muleta, y empezó a lucirse y a engrandecerse con cada “olé” que le dedicaba el público. Carmen no veía el final de aquello, y ya no sabía hacia dónde mirar, hubiese preferido estar en las gradas, donde no se apreciaría toda la sangre que estaba perdiendo el animal...
- Bea, no puedo más. Se me está removiendo el estómago, ¡pobre animal!
- ¡Qué exagerada eres! Mira a Manolo que lo está haciendo perfecto.
- ¿Perfecto, dices?, - Carmen recordó una cita taurina, que le había dicho Manolo: “Perfecto es lo que está bien arrematao”. - De verdad, no creo que pueda ver más... vámonos.
- Ahora no podemos, ya va a matarlo.
- No tenía que haber venido, - Carmen miraba triste hacia el suelo, y sin saber por qué, levantó la vista para ver cómo mataba al toro.

Iniciado ya el arranque, unos segundos antes de que  Manolo hundiera el estoque en el cuerpo del animal, se pudo escuchar entre todo el silencio, un grito terrorífico. Aun así, la espada entró hasta la empuñadura. Manolo que nunca había tenido tan cerca a un toro de ese peso, se separó del animal algo asustado, y a la vez sorprendido por el logro conseguido. El matador miró de soslayo, hacia donde él creía que se había producido el grito, al tiempo que movía la muleta para distraer al toro herido de muerte... Y vio a Carmen tapándose la cara con la montera..., los de alrededor también la miraban, y su madre le pegaba en las rodillas con el abanico. El toro aprovecho ese breve despiste para acometer y entrar con su cuerno derecho en el muslo del torero. En su último aliento de vida, el animal volteó al matador y lo escupió contra el albero. El astado dio sus últimos pasos torpes, emitiendo unos mugidos de dolor que pudieron escucharse entre el ritmo del pasodoble y el clamor del público... cayó rendido, mordiéndose la lengua y envuelto en sangre... Al lado del animal muerto yacía el torero, tapándose la herida con las manos.

Sus compañeros no tardaron en levantarlo del suelo. En volandas lo llevaban a la enfermería, por entre los callejones, mientras Manolo iba llorando de dolor y en voz baja decía: “¡Ay Carmen, mi Carmen!. Va a tener razón mi madre".