“El cielo era una inflada panza de
burro, colgando amenazante a escasos palmos de las cabezas” de los cofrades,
que se habían reunido en torno a la talla de la virgen. Enlutadas para la
ocasión, las mujeres obsequiaban a la reina madre con sus oraciones, originando
un murmullo de enjambre de abejas que invitaba a la modorra vespertina. Entre un grupo numeroso de
feligresas sobresalía la cabeza pelona de Manuel, que permanecía ajeno a todo
aquel ritual. Inseparable de su madre, le agarraba con fuerza la mano y
aguantaba divertido como un tentetieso, los empujones y roces de otros cuerpos que
no dejaban de sumarse al reducido espacio que ocupaban. Mientras todas rezaban
con fervor, él permanecía en silencio y con los labios apretados. Uno de los
pendones se había liberado de las cuerdas y estaba dando bandazos como si fuera
un pájaro torpe. La tela morada se movía con violencia por las arremetidas del
viento, que ya empezaba a esparcir algunas gotas de lluvia. Manuel encogió su
cuerpo, y cerró los ojos unos segundos, imaginando el aleteo de un gran pájaro.
Alzó la vista hacia el cielo en
busca del ave, pero se topó con un conglomerado de nubes bajas, que parecían
confabularse contra el azul de su mirada y el alegre colorido de la ropa
tendida en los balcones. Aquel cielo tan atormentado que parecía estar al
alcance de la mano, originó el desasosiego de su madre que lo apretó contra
ella, pronunciando sus oraciones en voz alta. Manuel le correspondió con todo
el amor que tenía en ese momento, abrazándola con fuerza hasta alzarla unos
centímetros del suelo. Una vez en tierra firme su madre luchó por abrirse paso
entre la muchedumbre, llevando tras ella a su niño grande: “vamos, Manuel.
Tenemos que volver a casa”, y él que ya empezaba a ver los resplandores en
el horizonte se quedó varado, mirando boquiabierto el cielo;“¡Manuel! ¡hijo,
vamos!”.
Aunque ya no lo recuerda, desde
niño siempre escuchó decir a su abuela que las tormentas de verano no habían
traído más que desgracias a su familia. La anciana decía esto con gravedad y
verdadera tristeza, mirando a través de los ventanales del salón hacia el cielo
encapotado. Manuel creció amedrentado por esta idea, sin saber muy bien qué era
lo que debía temer, qué males podrían descargar las nubes a mediados de agosto.
Nadie le contó lo que ocurrió veinte años antes de que él naciera, y nunca
llegó a comprender la frase que un día empezó a escuchar: "míralo,
igualito al tío José. Qué pena", las primeras veces a su espalda,
entre sollozos; a estas le siguieron las miradas de frente acompañadas de
alguna sonrisa y un beso en la sien. Ahora sólo lo compara con él su madre,
mientras le afeita: "con barba eres clavadito a mi hermano José".
Siempre que Manuel pidió
explicaciones a su abuela acerca de las tormentas, obtuvo la misma respuesta: "calla,
es mejor que no sepas. ¡Y no salgas!". Aquella advertencia no hizo más
que acrecentar su temor y su curiosidad. Se acercaba a los ventanales muy
sigiloso, disfrutando de esa sensación placentera que produce el miedo
controlado, pensando que no iba a pasarle nada. Qué mal podrían causarle a él
aquellos nubarrones que eran tan bien acogidos por los demás. El chico
observaba que con la llegada de la lluvia, las casas se abrían a la brisa
fresca, e invitaba al sosiego y a la contemplación de la lluvia. Las vecinas
sacaban las macetas a las aceras; sus amigos interrumpían las siestas y salían
a festejar la llegada del agua, saltando descalzos en los charcos: “¡baja,
Manuel!. Ven a jugar con nosotros”. Mientras tanto él solo se atrevía a
asomar su perfil por una rendija de la ventana, para no contrariar a sus
mayores.Le gustaba el olor a tierra mojada que parecía ascender serpenteante por la hiedra de la fachada, buscándolo a él, hasta que conseguía colarse por su nariz respingona y entreabrir su boca. Pero lo que le provocaba verdadera fascinación eran los relámpagos y, en general cualquier destello de luz que le evocase este fenómeno. Manuel abría todos los cajones y armarios de la casa en busca de objetos que ofrecidos al sol centellearan; eran apenas unos segundos en los que podía contemplar la luz y casi tocarla, imaginándola caliente y punzante como un rayo.
”Venga, Manuel. No te pasará nada...”, su mano pequeña y delgada abrió no más de un palmo la puerta que daba al patio; “sal por aquí, para que no te vean”. El niño anduvo unos pasos mirando al cielo... una veladura blanquecina desvanecía el color del sol, y por el este vio que se aproximaban los nimbos grisáceos que lanzaban destellos contra la tierra. Decidió caminar hacia ellos, ir a su encuentro, por un sendero de babia de la que ya nunca regresaría.
Desde aquel encontronazo con la madre naturaleza, el chico tiene dibujada una “y” griega en el cráneo y conserva la misma mirada infantil e inocente de aquel día. Después de aquella tarde, a sus amigos les dijeron que una nube se había llevado un trocito de Manuel…, que ya no iba a ser el mismo: “ya no podrá ir a la escuela con vosotros” ni comer tierra a escondidas, coger tritones en las acequias, prender fuegos, robar el vino de la iglesia o levantar las faldas a las niñas.
Manuel no recuerda nada y sigue
sin encontrar una explicación al pavor que siente su madre cuando ahora la ve
tirando de él con todas sus fuerzas: “vamos hijo, ¡camina!”;
suplicándole que se mueva mientras empiezan a caer las primeras gotas de lluvia
desacompasadas y gruesas. Él ya percibe ese olor a tierra mojada que trepa por
sus piernas, buscándole; trenzando su intención de caminar hasta embriagar la
poca voluntad que le queda.