Todas las noches hablaba con él;
primero enumeraba cada una de las bondades que, aunque nunca llegaba a hacer,
se le habían ido ocurriendo durante el transcurso del día. Y ahora, cuando la
noche ponía fin, el hecho de recordarlas le hacía sentirse mejor persona. Pensar
que podría haber sido un tipo honesto, afable o generoso, le procuraba un
reposo balsámico.
Después de demostrarle cuán
benévolo hubiera podido ser, le pedía lo mismo de siempre, y el Altísimo le correspondía
con una reiterada promesa que no provenía de las alturas, sino de su propia voz
interior…
Entonces se dejaba consolar por la
dulce llegada del sueño; escuchando lejana su voz, que en boca del Todopoderoso
imaginaba más grave y profunda. No hubo ni una noche que no cerrara los ojos complacido,
pues confiaba en la idea de que Dios no promete en vano; siendo por tanto imposible
que faltara a su palabra. Sin embargo, al despuntar el sol, su voluntad
amanecía debilitada, y la promesa se desvanecía como el recuerdo de un sueño
que se evapora en la memoria.
Sólo recordaba muy vívida la
sensación de alivio, que le había proporcionado la charla de la noche anterior.
Gracias a eso conseguía levantar la persiana; obviando que obtenía el indulto a
fuerza de prolongar su artificio.
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