La intención de seguir siendo
sólo amigos, se esfumó cuando regresamos del habitual paseo por el parque. Me
extrañó mucho que empujara a cabezazos la puerta de casa, y que nada más verlo,
se abalanzara sobre él, con un ímpetu hasta entonces desconocido. Siempre había
iniciado un juego de lo más jovial e inocente – apenas unos mordisquillos y
algún que otro lametón - . Pero, en aquella ocasión lo sujetó fuerte con sus
patas delanteras, y empezó a mover la pelvis a un ritmo frenético… El perrito
de mirada inexpresiva y pelaje azul cobalto, aceptó sin rechistar la nueva
relación.
Aprendió a nadar en una cubeta; recién nacida su abuela materna la echó al agua y ella, tan chiquita como era, se deshizo del abrazo líquido y consiguió flotar. Su madre siempre recordaría que, cuando la sacó del agua tenía el aspecto de un gatito mojado. Amelia se sobresaltó cuando escuchó el berrido de su marido que, ajeno al alumbramiento escuchó desde el patio lo que él interpretó, como el maullido de un gato recién parido. Ofelia lloraba; aprendía a respirar.
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