Una
vez muerto el emperador, su catador de venenos supo que podía abandonar aquel
desmerecido y arriesgado oficio. Después de mucho tiempo, Haloto se sintió suertudo. Cegado por la emoción y, sin pensar demasiado en la resaca, decidió
celebrar su buena suerte bebiéndose toda la jarra de vino y comiendo aquellas
exquisiteces nacidas de la tierra, con las que tanto disfrutaba el reciente difunto Tiberio Claudio
César Augusto.
Cuando
el sabor amargo impregnó sus papilas y las fosas nasales, recordó las palabras
que le decía su madre cuando era un chico: “Haloto, hijo mío, qué bruto eres”.
Autora: Ana Pascual Pérez.
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