El incómodo cadáver del mediador familiar se moría un poco
más, cada jueves a las cinco y media de la tarde. No podía evitar
descomponerse, cuando veía a Doña Irene guiando a su hijo al interior del
despacho, alternando improperios y collejas.
Inmóvil en su sillón de piel
cuarteada, trataba de aparentar entereza, pero en su interior se sentía
exánime. De nuevo barajaba la opción que llevaba meses dilatando: acudir él
mismo a un terapeuta. Sabía que no le quedaba mucho tiempo, pues la frustración
ya desprendía un hedor insoportable.
No hay comentarios:
Publicar un comentario