Hace muchos años mi ciudad fue asolada por una brutal tormenta; desde el cielo, se precipitaron sobre nuestras cabezas, la lluvia, el granizo y el plomo... Después del derribo no hubo paz, ni calma; llegaron miles de uniformes con prohibiciones severas, a nuestras ya mermadas subsistencias. Por mandato expreso del líder nos vimos obligados a guardar silencio; la educación dio paso al adoctrinamiento. Fue entonces cuando muchas palabras dejaron de pronunciarse y creímos que serían irrecuperables... Algunas fueron dichas por última vez frente a un pelotón, enmudecidas por ráfagas de metralla; y otras se guardaron junto al miedo, quedando olvidadas entre los laberintos del subconsciente.
Corría
de boca en boca una historia... alguien me contó, que en no sé
dónde, un hombre guardaba muchas de esas voces prohibidas. Se decía
que las conservaba en cajas de cartón, etiquetadas y ordenadas por
orden alfabético. Pero nadie aseguraba la existencia de aquel
hombre, y pensando que sólo eran fantasías, preferí no ilusionarse
demasiado con aquella utopía, así que continué sobreviviendo
integrada en el rebaño de ovejas mudas. Nuestras vidas se resumían
en esto: comer lo que se podía y
dormitar el resto del día... Cada cierto tiempo los más suertudos
éramos esquilados, otros con más infortunio sacrificados.
El
azar, la suerte, ¿el destino?... Le conocí sin saber que era él, a
quien llevaba buscando entre sueños durante años; vendía las
palabras olvidadas al peso, en un puesto de patatas del mercado. ¡Con
el hambre que tenía...!, y sin embargo después de hablar con él,
preferí comprarle aquella caja vieja, que contenía 250 gramos de
palabras vetadas. Escondida
en un soportal, las engullí una a una, por temor a romperlas con los
dientes y que pudieran perder su significado. Con alguna me atraganté
un poco, consciente de los problemas que me iba a ocasionar cuando la
pronunciara en voz alta.
No
sé si fue por no masticarlas..., el caso es que de vuelta al redil
sentí que burbujeaban en mi estómago, hasta que salieron en tropel
por mi boca formando frases que hacía mucho que no se escuchaban.
Ante las miradas atónitas del resto del rebaño, me sonrojé e
intenté tragármelas de nuevo, pero fue imposible... Muchas palabras
flotaron durante unos minutos en el aire, hasta difuminarse con las
formas de las nubes. Otras cayeron al suelo, y tras ser pisoteadas y
despiezadas en sílabas, murieron ahogadas en el estiércol.
Vencida,
la tierra húmeda y blanda acogió la acometida de mi cuerpo. Los
demás guardaron silencio, para que yo pudiera escuchar el avance de
la jefería, cada vez más cercana y cruenta; podía oír el paso
firme como el trote de unos caballos... Levanté la mirada del suelo,
pues era lo único digno que podía hacer, y vi unas manos que se
hundieron en el fango para recoger unas cuantas sílabas. Una anciana
las giraba entre sus dedos temblones y las miraba con detenimiento,
como si fueran piezas de un puzle, buscando la forma de encajar unas
con otras. Se acercó a mí muy despacio, tratando de guardar el
equilibrio para no derramar lo que llevaba...; eran varias palabras
atolondradas entre las líneas de sus manos: vencer, nuestras,
pueden, al, voces, sometimiento.
Demasiado tarde, pensé, pues sentí el bufido de una de las bestias, que ya estaba a mi lado, babeando excitada por tan preciada presa, y creí que todo había terminado. Ni tuve tiempo de incorporarme, mi cuerpo fue arrastrado por campo abierto, de camino al descampado... Pensando que lo último hermoso que iba a ver sería el cielo nocturno, abrí los ojos para contemplar su hermosa oscuridad, y todo el negro que contenía se precipitó sobre mi. Quise imaginar que en las gotas de lluvia, las nubes devolvían las palabras que había dicho antes. Y por un momento creí que estaba soñando despierta, porque pude oírlas tímidamente en pocas voces que nos seguían de cerca..., y poco a poco fueron surgiendo los ecos.
Aunque
mi cuerpo temblaba, yo ya había dejado de tener miedo. Preferí
ponerme en pie para ver como las voces se multiplicaban hasta
convertirse en un clamor, que amordazó el grito de las bestias... Esa
fue la primera vez que nuestras palabras silenciaron el ruido de los
metales; lentamente empezábamos a recuperar la voz.
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