En
su origen, Iván y Pedro comenzaron siendo uno, compartiendo óvulo y
espermatozoide. El tiempo que estuvieron en el vientre materno permanecieron ensamblados,
colocados como un par de zapatos en su caja, sin apenas espacio para moverse.
Sus movimientos e incluso sus latidos estaban perfectamente sincronizados, todo
estaba en orden, en perfecto equilibrio, hasta que vieron la luz y respiraron
la primera bocanada de aire.
A
partir de ese momento, estos seres idénticos lucharon contra natura por ser
diferentes el uno del otro. A los cuatro años, Iván aprendió a leer. Pedro a los cinco, cuando consiguió desarrollar la habilidad de hacerlo al revés. Daba gusto escuchar la lectura de Iván, mientras
que oír al otro ponía los pelos de punta a cualquiera y a más de uno le hacía santiguarse.
Por supuesto nunca consintieron que los vistieran iguales. Cuando Pedro se
inició en la catequesis, Iván manifestó su rechazo a cualquier religión. Él
creía en los extraterrestres, su hermano, no.
Las conversaciones
entre ambos eran alegatos de sus dispares razonamientos, nunca llegaban a un
punto en común, se repelían como imanes de polos idénticos. Pedro siempre
miraba a su izquierda e Iván a la derecha, así pasaron mucho tiempo, hasta que
dejaron de verse. Tanto tiempo llevaban los dos mirando para el lado opuesto,
que no se reconocieron el último lunes del año 2018, cuando coincidieron en
la línea 11. Iban sentados uno junto al otro, imbuidos en un juego que sin
saberlo, compartían. Se trataba de buscar similitudes entre las personas que
observaban y enumerarlas mentalmente; “dos mujeres con abrigos rojos”, “tres
chicas con diadema”, “dos tipos que mascan chicle”… “el hombre que está sentado
a mi lado mueve los pies igual que yo”, “el hombre que está a mi lado mueve los
pies igual que yo”.
Ahí
estaban, Iván y Pedro, compartiendo línea de autobús y juego, uno junto al
otro, como un par de zapatos en su caja. Sincronizados en un movimiento de pies
inconsciente… de vuelta al útero materno.
Autora: Ana Pascual.