No sabía por qué no podía parar
de reír, si ni siquiera entendía lo que decían sus compañeros. Por un momento,
recordó la mueca tan grotesca que adoptaba su rostro cuando reía a carcajadas,
pero esta vez le dio igual.
- Vamos, tómate una más,- insistía su contramaestre.
- Estoy ya mareado…
- Venga, que lo vamos a pasar muy bien. Verás qué
risa.
Y el muchacho animado por su
superior, se bebió de un trago otra jarra de cerveza que tuvo que agarrar con
las dos manos. Buena parte del líquido se le escapó por las comisuras,
empapándole la ropa.
- ¡Chico! No desperdicies así la cerveza.- Le
gritó su superior.
- Lo siento, es que no puedo beber tan rápido,
jefe.
- Claro, con esa boca de rape que tienes…
Todos se rieron, incluso él
mismo. Las risas fueron acompañadas con golpes en las mesas, sonoros eructos, y
en su caso, con una extraña sensación como de abandono del propio cuerpo, que
de repente sintió muy pesado y torpe.
Cuando despertó no supo dónde
estaba, hasta que su mirada se topó con los números fluorescentes del
despertador. No pudo recordar mucho, le venía a la cabeza su propia imagen riendo
y bebiendo. Recordó estar con gente muy rara, una especie de escenario, y aplausos;
nada parecía tener sentido. Se apretó la cabeza con las manos, para tratar de calmar
el dolor, y ahuyentar los recuerdos inconexos que aparecían en su memoria como
fogonazos. Dudó unos minutos entre volver bajo las mantas y maldecirse o bajar
a desayunar. Volvió a mirar el despertador, no le quedaba mucho tiempo.
- Buenos días. Desayuno y me voy, que zarpamos en
una hora.
- ¿En qué barco?- Preguntó su padre, sin levantar
la mirada de la taza de café.
- Cómo que…, pues en El Tritón.
-Salió ayer a las seis y media de la mañana.
Ninguno de los tres dijo nada más
aquel día en que el marinero no subió al barco, eso fue lo peor para él, el
silencio y las miradas esquivas de sus padres. Tenía claro que no volvería a
fiarse del contramaestre nunca más, salvo cuando le diera órdenes a bordo. Ese
hombre no hizo más que confundirle y marearle, tanto o más que el alcohol.
A mediodía se sintió con fuerzas
para ir a dar una vuelta, le vendría bien tomar el aire fresco, y encarar el
día como mejor podía hacerlo, caminando. Dejándose llevar entre las callejuelas
del barrio portuario, reconociendo voces y olores que le eran familiares y
cotidianos.
Fue todo el camino mirando al
suelo, como solía andar. Alzando la vista lo justo para poder esquivar a los
viandantes, pero como siempre no pudo evitar tropezarse con alguno. A la altura
de sus ojos vio unos palos, levantó la mirada y se quedó boquiabierto, porque
sobre los maderos había un hombre que iba pegando carteles en las fachadas.
- Buen día, muchacho ¿estás bien? Pásate cuando
quieras y hablamos. – parecía amable.
- ¿Me conoce?
- Claro que si,- dijo, haciendo una reverencia. –
Ayer estuviste genial.- El zancudo siguió su camino calle abajo.
El chico se esforzó por recordar,
pero no consiguió poner orden. Se quedó mirando uno de los carteles donde
podían verse distintos personajes fotografiados y catalogados según sus
habilidades y virtudes innatas. Había un hombre que también tenía la cara
deformada, y se hacía llamar “Eliot, el hombre elefante”. Junto a él una chica
muy delgada con el cuerpo vuelto del revés y plegada sobre si misma por la
cintura. Varios payasos haciendo muecas, un mago con un extraño artilugio, y
una señora mofletuda que presumía de tener los pechos más grandes del mundo; en
letras doradas se anunciaba el segundo día de función. El muchacho respiró
hondo y sonrío…, en su cabeza pudo escuchar los fervientes aplausos del día
anterior.
Autora: Ana Pascual Pérez